Margarito es un joven de 26 años, oriundo de un poblado
cerca de Orizaba, en Veracruz; de origen náhuatl, ha tenido que emigrar de la
tierra de sus ancestros hasta las costas del mar Caribe.
En una pequeña casa, que comparte con otras cuatro personas,
sobrevive entre el olor a madera y restos de aserrín. Carpintero, tallador,
alfarero, costurero, albañil, plomero, chalan, ha intentado todos los oficios
posibles que le permitan hacer dinero y mandarlo a su familia en su pequeño
pueblo, enclavado en la sierra veracruzana.
A más de 26 horas de camino en carretera, su voz de vuelve
entrañable cuando recuerda a sus dos hijas y a su esposa, a las que puede ver
cada dos meses, si bien le va en la venta de muebles y demás objetos de madera.
El olor a madera de pino se ha incrustado en sus poros,
mientras con una agilidad, salida de la práctica diaria, le permite armas dos
sillas en escasos minutos.
Mide, martillea, pule, refina las piezas de madera que toman
forma en sus manos callosas y duras, todo en la pequeña estancia de la casa que
renta, donde los tablones de madera alcanzan hasta el techo, y la pared, color
verde agua, se tapiza con poster de mujeres con escasa ropa, único arrullo que
le permite sacar una sonrisa, y olvidarse de todo lo que lo ata a miles de kilómetros
de aquí.
Margarito es uno de los más de 20 mil indígenas foráneos
que, según el Instituto Nacional de Información y Geografía (Inegi) han
arribado a Cancún para buscar un bienestar económico, luego de que en sus
lugares de origen el trabajo es escaso, mal pagado y muchas veces explotado.
“Aquí por lo menos sabemos que trabajamos lo que queremos,
lo que consideramos y solo tenemos que saber movernos entre los tianguis y los inspectores
de fiscalización, que siempre nos piden mordidas para dejarnos trabajar en paz”,
confesó, mientras maneja su camioneta Ram color rojo eléctrico, que se
destartala y se desarma en casa bache que pasa sin darse cuenta.