sábado, 7 de junio de 2014

Sueños de madera


Margarito es un joven de 26 años, oriundo de un poblado cerca de Orizaba, en Veracruz; de origen náhuatl, ha tenido que emigrar de la tierra de sus ancestros hasta las costas del mar Caribe.
En una pequeña casa, que comparte con otras cuatro personas, sobrevive entre el olor a madera y restos de aserrín. Carpintero, tallador, alfarero, costurero, albañil, plomero, chalan, ha intentado todos los oficios posibles que le permitan hacer dinero y mandarlo a su familia en su pequeño pueblo, enclavado en la sierra veracruzana.
A más de 26 horas de camino en carretera, su voz de vuelve entrañable cuando recuerda a sus dos hijas y a su esposa, a las que puede ver cada dos meses, si bien le va en la venta de muebles y demás objetos de madera.
El olor a madera de pino se ha incrustado en sus poros, mientras con una agilidad, salida de la práctica diaria, le permite armas dos sillas en escasos minutos.
Mide, martillea, pule, refina las piezas de madera que toman forma en sus manos callosas y duras, todo en la pequeña estancia de la casa que renta, donde los tablones de madera alcanzan hasta el techo, y la pared, color verde agua, se tapiza con poster de mujeres con escasa ropa, único arrullo que le permite sacar una sonrisa, y olvidarse de todo lo que lo ata a miles de kilómetros de aquí.
Margarito es uno de los más de 20 mil indígenas foráneos que, según el Instituto Nacional de Información y Geografía (Inegi) han arribado a Cancún para buscar un bienestar económico, luego de que en sus lugares de origen el trabajo es escaso, mal pagado y muchas veces explotado.

“Aquí por lo menos sabemos que trabajamos lo que queremos, lo que consideramos y solo tenemos que saber movernos entre los tianguis y los inspectores de fiscalización, que siempre nos piden mordidas para dejarnos trabajar en paz”, confesó, mientras maneja su camioneta Ram color rojo eléctrico, que se destartala y se desarma en casa bache que pasa sin darse cuenta.

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